IV Edición del Certamen "Letras para sanar el alma"
Ayer viernes y retransmitido en directo vía Zoom, se dio a conocer el fallo
de la cuarta edición del certamen “Letras
para Sanar el Alma”. Este concurso literario es ya una de nuestras citas habituales
para reconocer y difundir el trabajo de poetas, autoras y autores de nuestro colectivo,
y cuenta con el patrocinio de la farmacéutica Lundbeck.
El jurado estuvo compuesto por la poeta y periodista Dolors
Alberola, el escritor y crítico literario Francisco Mesa, y nuestra compañera
del Comité de personas con experiencia propia en salud mental María Rodríguez, y
fue presentado por nuestro Presidente, Manuel Movilla. Se han presentado a concurso
271 obras, de las cuales 121 han sido
relatos y 150 poesías.
En esta edición el jurado ha concedido el premio en la
categoría de relato corto a la obra “Un lugar para la locura” de
Chelo Sierra. En la categoría de poesía el ganador ha sido Abraham Fidel Ortiz
Lugo, con el poema “Haz sonar la armónica”.
Las obras finalistas en este certamen han sido “Depresión”
de Alberto Luis Collantes Núñez y “Breve
plegaria para los dormidos” de Agustín García Aguado en la categoría de
Poesía, y en Relato corto, las obras “Cabeza en flor” de Alberto Torrent
Díaz y “El Regalo” de María José Fernández García. Desde este blog vamos
a ir publicando íntegras dichas obras. Empezamos hoy con el hermoso relato “Un lugar para la
locura”.
UN
LUGAR PARA LA LOCURA, de Chelo Sierra.
Debí suponérmelo. Debí imaginarme que podía volver a
ocurrir. Pero hacía un día espléndido, estábamos de buen humor, las cosas
comenzaban a ir bien, ella parecía estar disfrutando con la excursión y Gerardo
y yo, inconscientemente, habíamos decidido borrar de nuestra memoria los
últimos cinco meses, tan amargos y difíciles, de modo que afrontamos ese día
sin miedo, sin precauciones, olvidándonos de que la vida se parece mucho a un
rotulador indeleble: no admite rectificaciones. Nos confiamos. Sí, eso fue lo
que pasó. Nos confiamos. La miré por el retrovisor del coche mientras subíamos
por la carretera que va desde Cuacos al Monasterio de Yuste. Estaba tranquila.
La palidez de su piel, activada por esos cinco meses de reclusión en el
hospital psiquiátrico, no le restaban ni un gramo de su belleza, de esa
frescura que nada ni nadie puede robarle a una joven de diecisiete años. No
tenía ya ni rastro de las persistentes ojeras que la habían acompañado durante tanto
tiempo y su gesto no revelaba nada más que la curiosidad y la ilusión de su
primer día lejos de esa pesadilla que nos había dejado a todos con las defensas
y el ánimo por los suelos. Comencé a tararear la canción que estaba sonando en
la radio. Miriam abrió un poco más la ventanilla y el fular que llevaba al
cuello empezó a moverse como si estuviera siguiendo una coreografía. Gerardo
sólo sonreía. No deseábamos nada más. Había cuatro coches aparcados junto a la
puerta de entrada. Gerardo se detuvo en la cuneta y cogió el plano de la zona
que llevaba en el bolsillo de su cazadora. —Es el Cementerio Alemán, ¿lo vemos
o vamos directamente al Monasterio? — nos preguntó. Y las dos supimos por su
tono que él prefería ir directamente al Monasterio.
Miriam abrió la puerta del coche y se bajó sin decir nada.
Se agachó a coger una margarita y comenzó a deshojarla. Sí, no, sí, no… Al cabo
de unos segundos, nos gritó: —¡Sí, lo vemos¡ ¡Papá, mamá, rápido, que esto
tiene muy buena pinta! —Y desapareció corriendo tras la discreta verja que daba
paso al cementerio.
La dejamos ir sin mostrar ningún signo de agitación, sin
llamarla histéricamente para que nos esperara. La dejamos ir como si fuera una
adolescente normal: impulsiva, insegura, rebelde, pero normal. Cuando la
alcanzamos, estaba sentada junto a una de las tumbas, la de la séptima fila, en
el extremo derecho del recinto. Nos acercamos despacio, con la naturalidad
fingida del que no puede desvelar sus cartas. Yo acaricié su espalda, su padre
se sentó junto a ella. No le dijimos nada aunque los dos hubiéramos querido
gritarle, suplicarle que se levantara, que nos fuéramos de allí. Pero el débil
hilo anudado a aquella feliz jornada de turismo estaba a punto de romperse;
cualquier movimiento no justificado, cualquier palabra equivocada podía hacer
que se quebrara. Y nosotros no queríamos caer de nuevo, queríamos sujetarnos
como fuera. Por eso nos callamos. Hasta que ella habló:
—Es guapo, ¿verdad? —Me miró a mí buscando una
confirmación, pero no encontró mis ojos, que estaban ocupados en buscar una
foto en aquella cruz toscamente tallada, una foto que diera sentido a sus
palabras y calma a mi ansiedad. Pero ahí sólo había un nombre. Un nombre y dos
fechas: Herbert Kucklack. 3-3-1924—22.5.1944.
Las ocho o nueve personas que se encontraban visitando el
cementerio fueron desapareciendo y nos quedamos solos en ese espacio tranquilo
y sobrecogedor, cuajado de olivos y de tumbas señalizadas con sencillas cruces
de granito idénticas las unas a las otras y dispuestas con un orden y una
perfección que rozaba lo obsesivo. Ciento ochenta y dos muertos. Y nosotros
tres, de nuevo, heridos de gravedad.
—Papá, Herbert es alemán pero creo que podremos entendernos
en inglés —dijo Miriam.– ¿Cómo se dice valiente? No consigo acordarme. —Brave
—contestó Gerardo con la voz impotente del luchador que ha decidido rendirse.
Fte. Autoclub Race
Los psiquiatras nos habían dicho que sacarla de esos
momentos de trance podía ser peligroso, de modo que permanecimos en silencio,
junto a ella, mientras le hablaba al joven soldado alemán en inglés, con su
correcto acento de colegio bilingüe. A veces, se quedaba callada, escuchándolo,
y después le contestaba; otras, se reía a carcajadas y, en varias ocasiones,
nos hizo partícipes de lo que le decía Herbert: que habían derribado su avión,
que había caído en aguas españolas junto a la costa cantábrica, que echaba de menos
a su madre o que tenía alergia al polen de los malditos olivos.
Pasaron tres cuartos de hora hasta que nos atrevimos a
interrumpirla. Gerardo la tomó de la mano y le dijo que era tarde, que teníamos
que irnos. Ella lo aceptó sin poner muchas pegas:
—Vale, pero dejadme dos minutos a solas con él. Herbert me
quiere decir algo en privado.
Nos retiramos de su lado, resignados a volver al punto de
partida, a revivir los días de hospital, los efectos secundarios de aquellas
pastillas que no sabíamos si curaban o encadenaban, la falta de apetito, las
noches de insomnio, las lágrimas. Gerardo me apretó el brazo suavemente en un
intento de transmitirme un poco de ánimo. Pero fue inútil porque él ya lo había
consumido todo. Nos metimos en el coche y esperamos.
Miriam salió a los cinco minutos con una sonrisa que
consiguió hacernos sonreír también a nosotros. Llevaba el pantalón manchado de
tierra y su puño derecho cerrado con fuerza. Se acomodó en el asiento trasero y
nos pidió que pusiéramos música.
Gerardo no arrancó porque no sabía qué hacer ni adónde
dirigirse.
—Me ha dicho que le gusto. Y me ha dado esto. Dice que es
algo muy importante para él.
Miriam estaba entusiasmada, nunca la habíamos visto tan
feliz. Abrió su mano derecha y nos mostró un pedazo de tela gris en el que
ponía Gefreiter, era un galón de cabo de la Lufwaffe, las fuerzas aéreas
alemanas de la Segunda Guerra Mundial. No sabíamos de dónde podía haber sacado
eso. Pero, incomprensiblemente, nos dio igual. De pronto nos dimos cuenta de
que la felicidad tiene exigencias que no son sensatas, ni lógicas, ni razonables,
así que nos miramos a los ojos y supimos que ese día debíamos creerla,
vaciarnos de prejuicios y acondicionar en nuestra mente un lugar para la locura.
Ya era hora de dibujar en nuestra vida un trazo menos recto que los demás, de esos
que nos hacen diferentes y nos obligan a zigzaguear.
—¿Chicas, dónde os apetece comer? Hoy tenemos muchas cosas
que celebrar —dijo Gerardo.
Giramos la mirada hacia el cementerio al oír cinco o seis
estornudos seguidos que parecían venir de allí.
—Es por los olivos —nos aclaró Miriam. Y, después, contestó
a su padre: —Donde quieras, tengo hambre.
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