Ganadores de Letras para sanar el alma (III)

 

Este viernes os dejamos con otra de las obras ganadoras de este año en el Certamen "Letras para sanar el alma", el pasado 28 de abril.  Esta narración se presentó en la categoría de relato corto y quedó finalista. Es  una obra que reúne el sabor agridulce y la bondad comprensiva de los personajes de los cuento tradicionales. En El Regalo, de Leo Nikolai, el autor nos ofrece una hermosa metáfora entre  naïf y surrealista para retratar una realidad mucho más trágica. Disfrutadlo y nuestra cálida enhorabuena a su autor.


EL REGALO

LEO NIKOLAI


Salió a la calle descalzo. La gente se paraba al llegar a su altura y se ajustaban las gafas en el puente de la nariz para verle mejor. Él seguía su camino procurando no pisar los restos de los botellones y las cacas de perro. 

 Entró en la zapatería y pregunto directamente al vendedor, que en ese momento se afanaba en limpiar con un plumero la estantería de los bolsos. 

  ─¿Tienen zapatos? El vendedor le miró como a un alunado, ─lo que parecía ser─ pero luego compuso el rostro y procedió a atenderle impasible, con toda cortesía, como a un marqués que pregunta el precio de un traje con la billetera en la mano. 

  ─Si el caballero quiere pasar podemos ver que calzado se ajusta a sus gustos. 

 El hombre descalzo fue viendo los modelos, uno tras otro: exclusivos, casuales, de goma, sandalias, acharolados… y ningún arreglo le parecía suficiente. Todos eran anchos, estrechos, demasiado chillones o poco cómodos. Al final se fijó en un par que le gustaba y señaló decididamente hacia los pies del vendedor. 

 ─Me gustan esos. 

 El vendedor era un hombre tranquilo, curtido en la lucha con la clientela. Se miró sus propios pies, un 45 bien servido que le servía de plataforma perfecta para estar horas delante de los clientes contemplando como se desabrochaban los cordones de los zapatos, y contestó con el aplomo de un mayordomo inglés. 

 ─Considero su opinión satisfactoria, a mí también me gustan, pero entienda que esta talla no es la suya. Puedo conseguirle unos de igual hechura, pero ajustados a su pie. 

 Y se quedó esperando, seguro de que era un argumento sencillo y comprensible, apto para cualquier mente por selvática que fuera. 

 El hombre descalzo pareció dudar. Miró hacia el escaparate en silencio considerando la propuesta. El vendedor no pudo resistir por más tiempo. Desde que había visto entrar a aquel hombre extravagante una pregunta se le había atascado en la garganta y ahora pugnaba por salir de su boca sin control. 

  ─¿Y usted por qué no lleva zapatos? 

 Ya estaba dicho. Se sintió como un patán indiscreto, pero el hombre descalzo no se enfadó y le miró profundamente. ─No lo sé. Esta mañana me desperté y no los encontré ni bajo la cama, ni en el baño, ni en el cuarto de estar. Se han debido perder por la noche o alguien se los ha llevado. Hay gente que entra en mi casa mientras estoy durmiendo, y me roba las cosas. El otro día, sin ir más lejos, se llevaron todos los calzoncillos del cajón. Fue un desastre.


Fte. Esperanza Iglesias ©

El vendedor no quiso indagar más. Se sentó en el banco forrado de muaré, el mismo que utilizaban los clientes para probarse, y se quitó los zapatos con un gesto lento y concienzudo. Los puso a su lado, colocados de forma simétrica. 

 ─Se los regalo. Pruébeselos y si le quedan muy largos le buscaré unas plantillas de silicona o unas taloneras. Con las defensas aniquiladas, el vendedor siguió hablando como si el hombre descalzo fuera un viejo conocido. 

 ─¿De verdad no tiene zapatos en casa? Creo que debe ser un asunto serio, ─pareció meditar─ aunque lo de los calzoncillos también es muy grave… El hombre descalzo le miraba como si el alunado ahora fuera el vendedor. 

 ─No se preocupe usted; ─le dijo compasivo─ si yo estoy acostumbrado… Me lleva pasando desde que era pequeño. Luego me compro las cosas otra vez y ya está… Se oyó una sirena lejana y el sonido pareció molestar al hombre descalzo. ─Oiga, mire, no se preocupe, pero tengo un poco de prisa. Me voy a llevar sus zapatos y le pagaré lo que me pida ─dijo con voz urgente. 

 El vendedor protestó. 

 ─Se los regalo, pero déjeme que le busque unas plantillas… ─No, si así me valen. Si no quiere que se los pague por lo menos déjeme hacerle un regalo. 

 Movió las manos deprisa, hurgándose los bolsillos. El sonido de la ambulancia o la policía se oía cada vez más cerca. Sacó del pantalón dos llavecitas. 

 ─Esto es para usted. Son las llaves de mi casa. 

 El vendedor, descalzo como estaba, se levantó del sillón. 

 ─Pero que dice usted, hombre. Guárdeselas, no las vaya a perder. 

 El hombre descalzo negó con la cabeza. La sirena había dejado de sonar. Se oía jaleo en la calle. 

 ─Me voy de viaje. Para mucho tiempo. Quiero que las tenga usted. Dentro de dos o tres días vaya y eche un vistazo y si le gusta mi casa quédese a vivir allí. Le escribo la dirección en un papel. 

 Y se fue al mostrador chancleteando en los zapatos del vendedor. Agarró un papelito amarillo y con una letra picuda dejó escritas una calle y un número. Luego volvió y le colocó al hombre la nota en la mano. Este le miraba anonadado. 

 ─Pero que va a hacer usted… Sin contestarle fue hacia la puerta de la tienda, que se abrió sola para dejarle pasar. 

 Antes de salir se volvió y pronuncio su último discurso con la velocidad de una ametralladora. 

 ─Mire usted en el tercer cajón de la cómoda de la habitación. Debajo hay pegado un sobre, es algo muy valioso. Cójalo y escóndalo hasta que yo vuelva. Tiene su nombre puesto en bolígrafo. 

─No se preocupe por mí, yo tengo la vida solucionada… Y desapareció. 

 Detrás de la puerta se oían ruidos confusos, murmullos y algún gritito, como si hubiera gente apiñada en la calle cerca del escaparate. La sirena volvió a sonar durante un rato y luego se fue alejando. 

 El vendedor busco unos zapatos de su talla, se los encajó y luego guardó la llave y el papel en el bote de las donaciones a Cruz Roja. No volvió a acordarse de ellos hasta que abrió el periódico unos días después…

 FIN

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