Un nombre de mujer

 


Mi nombre es un nombre de una vez, sin diminutivos de ninguna clase. Mi nombre es engañoso, desordenado, una mentira piadosa inventada a medias entre optimistas incurables y la hez de los desesperados. Tiene su propio color, encierra la equívoca promesa de un dolor mitigado. Es un augurio incumplido, un deseo que no acaba de materializarse. Es un nombre que, si crees en él, conduce al caos.

Esperanza no era un nombre, fue una losa para una niña aturdida ante su peso. Me parecía profético, una responsabilidad inasumible. Flor tardía de una mujer neurótica y controladora, sólo llegué aquí para ser su último recurso, con el deber de compensarla por todas sus frustraciones y amarguras. Yo era su proyecto, su única alegría y su mayor tristeza, su pozo rebosante de dolor, su único motivo de presunción. Su marioneta, casi un apéndice; su excusa suprema ante cualquier supuesto sacrificio. Yo fui una dolorosa nulidad, casi perfecta, pero nunca lo bastante. Crecí viendo aumentar mi intuición de que nunca podría colmar sus cambiantes anhelos, porque ni ella misma supo jamás lo que quería.

De pequeña yo odiaba ese nombre absurdo. Espe me llamaban en el cole, aunque también cosas peores. Como si no tuviera una bastante con destacar cabeza y media sobre todas las demás. Mi madre decía orgullosa que yo parecía la madre de toda la clase. Era una idea repulsiva para una niña de diez años. Nada me importaba el mundo real, con esas coplas que tampoco ayudaban: “Esperanza por Dios, ay qué pena me das, tan bonita, pero no eres buena…” Era como si en cualquier versión sonara a mala mujer. Yo sabía que era desgraciada desde que me nombraron, pero nunca supe por qué no era buena, y estaba muy harta de darle pena a nadie.

Ya entonces no vivía mi propia vida, porque tenía un millón de vidas mejores. Tenia excelentes amigas entre las cubiertas de cualquier buen libro. Ya no quería ser yo. Quería a toda costa ser Cathy, la que corría salvaje por Cumbres Borrascosas, o la apocada muchacha recluida en su mansión de Washington Square, bordando como la Dama de Shalott. Cualquiera de las dos me habría servido, pero no yo. Yo era muy tímida, sensible hasta el llanto, solitaria. Y sólo me sentía feliz dentro de mi fortaleza de soledad, hechizada por las palabras de los diez mil grandes maestros. Me exaltaba ante los infinitos ejemplos de las mujeres libres y desafiantes que me precedieron; quería ser única, irrepetible, como ellas.

¡Verme condenada a ese nombre cruel! Habría querido llamarme como la pasional Emma, o como Amaranta Úrsula, última hembra, como yo, de una estirpe condenada, o al menos Cordelia, la princesa desheredada en que me convertí. Todas ellas fui, pero nunca yo. Aunque algo me impidió siempre acabar de rechazar ese “yo”. Jamás me negué a mí misma. Ni una sola vez intenté cambiar mi nombre. Lo aborrecía, pero le fui leal; no podía cambiarlo, como no se cambia el destino. Y sin embargo, siempre he esperado grandes cosas, y he creído que podría llegar a cambiar mi sino fatídico. Siempre fui impaciente, desaforada, expectante. Siempre confiando en algo mejor por venir, y lo que vino solía ser peor, y así me pasé la vida.

Un día, ya madura, después de todo lo malo (o mientras, porque lo malo siempre acecha, aunque lo peor fuera hace mucho tiempo) alguien me dijo que era un nombre muy bonito. Otro, que era muy simbólico, y otra, que le alegraba tener por fin una Esperanza en su vida. Pronto, me convertí para alguna gente en su Esperanza.

Me di cuenta de que mi nombre ya no me disgustaba. Nos habíamos sido fieles mutuamente. Me había servido para ser el clavo ardiente al que aún vivo agarrada. Aprendí tarde a sacarle partido, como a sacarlo de mí misma. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, y yo, en efecto, jamás pierdo mi rumbo.

Hoy sé cómo repartirme, un poco siempre para cada una, salpicado de mimos y respuestas. Dono mi nombre en cuidadas dosis y mi gente lo recibe feliz. Hago trueques con él a cambio de alegría, abrazos, miradas cariñosas y secretos innombrables. Historias de una almoneda de sentimientos. La Esperanza, cuando sabe perdurar y aceptarse en la vida adulta, es la seña que distingue a los supervivientes. Yo he sobrevivido a mil películas de terror, y en ninguna consiguieron rematarme. Por eso ahora luzco mis cicatrices y llevo mi nombre con tanto orgullo.

Hoy sé que a la Esperanza no se la burla, ni se la desdeña, ni se la golpea. Sólo cabe matarla, o huir despavorido de sus largas uñas, diestras en cegar enemigos de un zarpazo, mientras levanta una vez más la cabeza, maltrecha pero sonriente, recomponiendo sus ropas y su vida entera.

Yo fui la hermosa Aglae y también la sensual Leda; Pandora, la que abrió la caja prohibida, y Ariadna, la que siguió el hilo huyendo del minotauro. Circe, la que convertía en cerdos a los hombres que arribaban a su isla, Perséfone, brutalmente raptada para reinar en los infiernos. Medusa si es preciso, para petrificar con la mirada a los osados. Ya para siempre Níobe, amputada y maldita por la envidia de alguna intrigante diosa menor. Ante todo, una esplendorosa ave fénix que aún ve en el espejo a la niña asustada que fue, escondida tras la mujer valiente que ya no teme a nada ni a nadie.

Fte. Pinterest. www.123rf.com


León Casares

©® Prohibida su reproducción total o parcial sin permiso del autor


Comentarios

Entradas populares de este blog

ELOGIO DE LA BUENA CUIDADORA

Denuncia de un abuso continuado